La cabaña

 

Cae la tarde en nuestro viejo refugio del bosque, el sol, deslizándose despacio por el rojizo cielo, se va escondiendo tras las nubes, dejando aparecer el brillo de las primeras estrellas sobre nuestras cabezas mientras casi apuramos el vino de nuestras copas, vino de aquella botella que teníamos reservada para esos momentos, en el porche de nuestra vieja cabaña, esa que nos acompañó e nuestros más dulces momentos y a la que solemos regresar de cuando en cuando; al fondo, sobre las cimas de las montañas se van vislumbrando, las cálidas tonalidades rojizas que deja el sol en su marcha mientras, en el interior de nuestro pequeño nido, el chisporroteo de la madera ardiendo en la chimenea nos pide, casi nos reclama, que entremos al pequeño saloncito.

Un bello rincón adornado con poco más que una gran alfombra de pelo, y, frente a la chimenea, una mesa y un banquito de madera, que, ¿Recuerdas?, construimos juntos las primeras veces que visitamos aquella vieja y destartalada cabaña que poco a poco fuimos arreglando y dejando al gusto de nuestros sentidos, allí, sobre la mesa, aún queda algo del vino, del que, recostados sobre la alfombra, terminamos de apurar, aún recuerdo el momento en el que llevaste tu copa a mis labios para regalarme el último sorbo mientras, con mis manos, acariciaba tu pelo, a la vez que en tus ojos se reflejaban, bellas, misteriosas, ardientes, bailando en una bella danza las llamas de la chimenea.

Aquella tarde de otoño, los últimos rayos de sol, ya casi inexistentes, le dan a tu pelo un hermoso brillo, unos colores casi mágicos, otorgándole a tu rostro una belleza endiabladamente embriagadora, nuestras manos recorrían nuestra piel, nuestros labios, rozándose, temerosos, tímidamente, recordando aquel beso robado, casi prohibido, que te arranqué nuestra primera vez; nuestras bocas, fundiéndose en un largo y ansiado beso, apasionado, eterno, profundo al principio, pero suave y dulce al final, acompañado de esos pequeños mordisquitos en los labios que tanto te gustan, y que tanto me gusta darte, con nuestros cuerpos, entrelazados, encadenados por el deseo de enloquecer mientras nos amamos profundamente.

Aquella noche de otoño, en la que las pequeñas gotas de una furtiva lluvia golpean los cristales, mientras la oscuridad de la noche, ya planea libre sobre nuestra cabaña, en tanto que los cristales, empañados por el calor que emana de nuestros cuerpos, cuerpos que ya arden, desenfrenados, con las copas de vino, ya vacías, olvidadas, mientras, sobre la mullida alfombra, nos dejamos llevar, desatando la pasión de los deseos en una larga noche de placer,.

Ya, con las primeras luces de la mañana recorriendo tu piel, aún duermes, pero hace rato que te miro, te observo plácidamente, en silencio, recorriendo, con la mirada, hasta el último rincón de tu cuerpo, te deseo, te acaricio, muy suave, casi sin tocarte, rozando con la punta de mis dedos tu piel, suave, húmeda por el primer rocío de la mañana, ansiando que despiertes, soñándote, amándote con la mirada, con el alma, enloqueciendo junto a ti, ardiendo, muriendo en el deseo de tenerte, de hacerme tuyo, de hacerte mía, conquistarte de nuevo, arrastrarte otra vez a la locura, dejar que me arrastres a la tuya, para que de nuevo se pueda volver a poner el sol sobre las montañas frente al porche de nuestra vieja cabaña...

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